En los últimos años han surgido figuras como El Temach y Diego Dreyfus, quienes han ganado gran popularidad en plataformas digitales gracias a un estilo provocador, irreverente y aparentemente “auténtico”. Ambos se presentan como guías o mentores de vida, pero es importante subrayar que no cuentan con una formación profesional sólida en psicología, pedagogía ni ciencias sociales, lo cual no es un detalle menor ya que hablar de relaciones humanas, autoestima y dinámicas de pareja sin preparación académica puede derivar en mensajes dañinos y carentes de responsabilidad ética.
El atractivo de sus discursos radica en que apelan a las llamadas “verdades incómodas”, frases cortantes y un lenguaje directo que se anuncia como un acto de honestidad brutal. Sin embargo, detrás de esa fachada se esconden ideas que reproducen machismo, misoginia y violencia simbólica, disfrazadas de consejos de superación personal. Lo que comienza como entretenimiento o motivación, termina fomentando creencias que legitiman la desigualdad entre hombres y mujeres, normalizando la cosificación y el desprecio hacia la vulnerabilidad.
El peligro de estos mensajes no radica solo en su contenido explícito, sino en su capacidad de influir en miles de hombres que buscan referentes. Cuando se transmiten ideas que ridiculizan la empatía, que presentan a la mujer como amenaza u objeto, y que promueven relaciones de poder desbalanceadas, se generan patrones culturales que alimentan la violencia de género. Por ello, analizar críticamente el impacto de figuras como El Temach y Diego Dreyfus no es un simple ejercicio intelectual, sino una necesidad urgente para alertar a las mujeres y a la sociedad sobre la normalización del machismo en espacios digitales que aparentan ser inofensivos.
Machismo y misoginia: aclarando conceptos
Para comprender la peligrosidad de los discursos de figuras públicas que refuerzan roles de género rígidos, es necesario detenernos a explicar de manera sencilla qué significan los conceptos de machismo y misoginia, ya que ambos suelen usarse sin claridad y muchas veces se reducen a caricaturas o estereotipos superficiales.
El machismo no se limita a la desvalorización evidente de la mujer, o a la división doméstica tradicional donde el hombre trabaja y la mujer cocina. En realidad, el machismo es un sistema de creencias y prácticas sociales profundamente arraigadas que otorga privilegios a los hombres y limita a las mujeres en diversos ámbitos de la vida. Es una forma de organización cultural que dicta lo que cada género “debe” hacer, por ejemplo: el hombre debe ser fuerte, proveedor y dominante; la mujer debe ser sumisa, cuidadora y dependiente. Como explica Lagarde (2005), este sistema crea “cautiverios” simbólicos que restringen la libertad de las mujeres, pero también impone mandatos dañinos para los hombres, como la prohibición de expresar vulnerabilidad o pedir ayuda.
Por su parte, la misoginia va más allá, no es solo la práctica cultural de otorgar privilegios, sino una actitud de rechazo, desprecio o incluso odio hacia las mujeres por el simple hecho de serlo. Kate Manne (2017), filósofa feminista, señala que la misoginia funciona como un sistema de control que castiga a las mujeres que no cumplen con el rol que el machismo les asigna, y premia a las que se ajustan a ese molde. Así, cuando una mujer busca autonomía, exige respeto o contradice al hombre, la misoginia se manifiesta en insultos, violencia simbólica o incluso física.
Ambos conceptos están estrechamente relacionados. El machismo establece las reglas del juego social y la misoginia se activa como el mecanismo disciplinario que asegura que esas reglas se cumplan. Por ejemplo, cuando un discurso afirma que las mujeres “valen menos si tienen múltiples parejas sexuales”, se está reproduciendo el machismo. Y cuando a una mujer se le insulta, humilla o agrede por ejercer libremente su sexualidad, ahí opera la misoginia.
El problema es que, al estar tan naturalizadas, muchas personas (tanto hombres como mujeres) creen que el machismo se limita a expresiones obvias y folclóricas. Cuando en realidad sus repercusiones son mucho más profundas: afectan el autoestima, legitiman desigualdades laborales, justifican violencias domésticas y estructurales, y perpetúan un orden social en el que la mitad de la población vive en desventaja.
Por eso, cuando influencers como El Temach o Diego Dreyfus difunden mensajes que cosifican a las mujeres, que promueven dinámicas de control o que ridiculizan la empatía, lo que hacen es alimentar este sistema. Puede parecer “simple entretenimiento” o “consejos de vida”, pero en el fondo refuerzan creencias machistas y actitudes misóginas que ya están instaladas en nuestra cultura y que siguen teniendo consecuencias devastadoras en la vida de miles de mujeres.
Cosificación, control y negación del feminismo
Un rasgo común en los discursos de estas figuras es que, aunque aseguran no querer cosificar a las mujeres, terminan reproduciendo roles rígidos de género y justificando dinámicas de control disfrazadas de “autenticidad” o “congruencia”. Estos mensajes, presentados como un supuesto despertar de conciencia, en realidad refuerzan la lógica de que las mujeres tienen una función predeterminada en la vida de los hombres y viceversa.
En una entrevista para La Saga con Adela Micha, El Temach ejemplificó esta postura al citar una “idea azteca” según la cual el hombre es el guerrero y la mujer es la bruja: él protege el mundo físico y ella el espiritual y emocional; y lo presenta como un equilibrio natural, pero en la práctica este tipo de metáforas perpetúa la división tradicional de roles, donde el hombre es proveedor y fuerte, y la mujer es la encargada de las emociones y los cuidados. Pierre Bourdieu (1998) advierte que esta clase de narrativas funcionan como violencia simbólica, ya que presentan como normales desigualdades históricas y limitan las posibilidades de transformación social.
Otro elemento central de este tipo de discursos es la negación de la vigencia del feminismo. En esa misma entrevista, El Temach afirmó que el feminismo ya no es necesario porque “las mujeres ya tienen los mismos derechos que los hombres”. Este argumento, repetido con frecuencia en espacios de opinión pública, es engañoso. Si bien es cierto que en muchos países la ley reconoce formalmente la igualdad, en la práctica persisten brechas profundas en salarios, acceso a puestos de poder, seguridad y representación social. Según datos de ONU Mujeres (2022), las mujeres en América Latina ganan en promedio un 20% menos que los hombres por el mismo trabajo, y en países como México los feminicidios siguen siendo una de las expresiones más brutales de la desigualdad estructural.
Minimizar estas realidades bajo la idea de que “ya hay igualdad” tiene dos efectos nocivos: invisibiliza las luchas históricas que han permitido avances en derechos, y responsabiliza a las mujeres de los problemas emocionales y sociales de los hombres. Gabor Maté (2003) advierte que este tipo de desplazamiento de culpas bloquea la capacidad de las personas para asumir responsabilidad sobre sus propios malestares y fomenta dinámicas relacionales basadas en la desconexión y la violencia emocional.
En conjunto, estos discursos construyen un marco donde los hombres aparecen como víctimas de un sistema que los obliga a ser proveedores, mientras que las mujeres son vistas como responsables de preservar la estabilidad emocional y sexual de las relaciones. Al negar la importancia del feminismo y naturalizar los roles de género, se obstaculiza el avance hacia vínculos más igualitarios y se refuerza, aunque sea de manera encubierta, una estructura de poder desigual que sostiene la cosificación y el control sobre la mujer.
Los discursos que promueven El Temach y Diego Dreyfus no se limitan a comentarios aislados: tienen un impacto profundo en la manera en que hombres y mujeres entienden sus vínculos afectivos y su relación consigo mismos. Presentar a las mujeres como amenazas o trofeos y a los hombres como “dominadores naturales” no solo perpetúa un modelo machista, sino que provoca daños emocionales y sociales de largo alcance.
Daños emocionales y sociales
En el plano individual, Gabor Maté (2003) advierte que las experiencias de desconexión emocional y desvalorización generan heridas que afectan el autoestima, la capacidad de intimar y la regulación emocional. Los discursos que refuerzan la deshumanización de las mujeres y la ridiculización de la vulnerabilidad masculina alimentan precisamente esas heridas, impidiendo que las personas puedan construir vínculos seguros y saludables.
Desde la psicología emocional, Daniel Goleman (1995) ha mostrado que la empatía y la autoconciencia son pilares de la inteligencia emocional. Cuando se promueve la idea de que sentir, cuidar o reconocer las emociones es una debilidad, se bloquea el desarrollo de estas competencias y se normalizan dinámicas relacionales basadas en la violencia y el control.
En un plano social, Judith Butler (2007) señala que los discursos de género no son neutrales, sino que constituyen realidades, producen normas y condicionan lo que se percibe como posible. Así, cuando se insiste en que los hombres deben ser fuertes y dominantes, y las mujeres deben aceptar la subordinación, se refuerza una estructura cultural que limita la libertad de ambos. Marcela Lagarde (2005) advierte que este tipo de violencia simbólica sostiene la desigualdad estructural entre mujeres y hombres, pues legitima conductas abusivas como si fueran parte natural de la vida cotidiana.
Por lo tanto, los daños de estos discursos no solo recaen en las mujeres que los escuchan, sino también en los hombres que los internalizan y en la sociedad que los normaliza. La consecuencia es una cultura emocionalmente empobrecida, con relaciones atravesadas por la desconfianza, la desvalorización y la violencia, donde la posibilidad de construir vínculos equitativos y respetuosos se ve cada vez más limitada.
El espejismo de la autoayuda
Otro aspecto alarmante de este tipo de discursos es que se presentan como coaching, filosofía de vida o incluso como un acompañamiento emocional para los hombres, cuando en realidad carecen de respaldo psicológico, ético y científico. Se arrogan la autoridad de orientar sobre temas tan complejos como el amor, el autoestima, el trauma o la salud mental, reduciéndolos a frases simplistas y recetas universales que poco tienen que ver con el rigor de la psicología clínica o de las ciencias sociales.
Este fenómeno se inserta en lo que varios autores denominan la industria de la autoayuda, caracterizada por ofrecer soluciones rápidas y accesibles a problemas existenciales profundos. El peligro radica en que muchos hombres (no sólo jóvenes, sino también adultos de todas las edades) adoptan estas frases como guías de vida, sin cuestionarlas ni aplicar un juicio crítico. La repetición constante de estas “verdades” puede tener un efecto similar al de un adoctrinamiento, ya que no se fomenta el discernimiento, sino la obediencia a un marco ideológico disfrazado de consejo motivacional.
A ello se suma un matiz particularmente problemático: estos discursos no sólo simplifican la vida emocional, sino que refuerzan de manera encubierta creencias machistas y misóginas. Se difunde la idea de que las mujeres cuentan con algún tipo de ventaja o privilegio sobre los hombres (en el terreno sexual, emocional o social), lo cual alimenta la percepción de una supuesta injusticia de género invertida. En lugar de visibilizar las desigualdades históricas que todavía persisten, se construye un relato donde las mujeres aparecen como superiores o manipuladoras, y los hombres como víctimas del feminismo o de una modernidad que los ha dejado atrás.
Este tipo de planteamientos son peligrosos porque alimentan la desconfianza y la hostilidad entre géneros, y pueden derivar en la justificación de violencias. Como advierte Marcela Lagarde (2005), la violencia contra las mujeres se sostiene en narrativas culturales que legitiman la desigualdad, incluso cuando se disfrazan de discursos de libertad o empoderamiento masculino. En este sentido, la autoayuda que promueven estos influencers no emancipa, sino que reproduce estructuras de dominación bajo un lenguaje renovado y atractivo para las nuevas generaciones.
Alternativas necesarias
Frente a la proliferación de estos discursos que disfrazan el machismo y la misoginia bajo la retórica de la autoayuda, es fundamental abrir camino a alternativas que promuevan una cultura relacional más justa y consciente. Una de las tareas más urgentes es visibilizar y apoyar a referentes masculinos que encarnen responsabilidad afectiva, autocrítica y respeto mutuo. Así como modelos que cuestionen los mandatos de la masculinidad hegemónica y ofrezcan a los hombres la posibilidad de expresar su vulnerabilidad sin temor al ridículo o a la exclusión social.
La educación emocional, como plantea Daniel Goleman (1995), resulta clave en este proceso. Aprender a identificar, comprender y regular las emociones no es una habilidad “femenina” (como a menudo sugieren los discursos sexistas), sino una competencia humana esencial para construir relaciones basadas en la confianza y la reciprocidad. Integrar la educación emocional en la vida cotidiana, desde la infancia hasta la adultez, permitiría prevenir muchas de las dinámicas violentas que hoy se naturalizan en nombre de la “fortaleza” masculina.
Asimismo, es urgente revalorar la perspectiva de género como herramienta de análisis y transformación social. Lejos de ser un capricho ideológico, el enfoque de género permite evidenciar desigualdades estructurales y diseñar estrategias para combatirlas. Judith Butler (2007) recuerda que el género no es una esencia biológica, sino un entramado cultural que puede y debe ser cuestionado. Reconocerlo abre la posibilidad de construir masculinidades y feminidades más libres, menos atadas a estereotipos y más abiertas a la diversidad.
Finalmente, es necesario recordar que el verdadero poder no radica en la dominación, sino en la capacidad de compartir la vulnerabilidad, practicar la empatía y construir vínculos justos. Como señala Gabor Maté (2010), la salud emocional se nutre del reconocimiento mutuo y de la conexión genuina con los demás. Apostar por modelos relacionales basados en la empatía y el cuidado mutuo no significa debilidad, sino una forma más plena y humana de ejercer la fortaleza.
En contraposición a los discursos que promueven control, exclusividad y superioridad, estas alternativas muestran que es posible forjar un horizonte distinto: uno en el que hombres y mujeres puedan encontrarse desde la igualdad, la dignidad y la corresponsabilidad.
Conclusión
Los discursos de figuras como El Temach o Diego Dreyfus no son inocuos ni meras ocurrencias en el espacio digital. Aunque se presentan como propuestas de crecimiento personal, en realidad funcionan como un espejismo de autoayuda que simplifica problemas complejos, refuerza estereotipos de género y reproduce de manera encubierta el machismo y la misoginia. Bajo el disfraz de la autenticidad o la congruencia, estos mensajes terminan responsabilizando a las mujeres de los malestares masculinos y negando la vigencia del feminismo, a pesar de que las desigualdades estructurales siguen siendo una realidad tangible en nuestras sociedades.
La peligrosidad de estos discursos radica en su capacidad de llegar a millones de personas, especialmente hombres que buscan referentes y guía emocional. Al normalizar la cosificación, al justificar el control y al minimizar violencias como los feminicidios, abren la puerta a que creencias nocivas se naturalicen como sentido común, dificultando la construcción de relaciones equitativas y afectivamente sanas.
Frente a ello, resulta urgente apostar por alternativas distintas como referentes masculinos que promuevan la responsabilidad afectiva, la autocrítica y el respeto mutuo; una educación emocional que permita reconocer y gestionar las emociones sin temor ni vergüenza; y una perspectiva de género que visibilice y combata las desigualdades históricas. Solo así será posible desmontar las narrativas que disfrazan la dominación como consejo de vida y abrir paso a un horizonte donde hombres y mujeres puedan relacionarse desde la igualdad, la dignidad y la empatía.
El verdadero poder no está en la superioridad ni en el control, sino en la capacidad de reconocer nuestra vulnerabilidad compartida. En tiempos donde proliferan discursos que dividen y desinforman, elegir referentes que construyan en lugar de destruir es, más que un acto de reflexión, una responsabilidad ética con nosotros mismos y con las futuras generaciones.
Bibliografía:
Bourdieu, P. (1998). La dominación masculina. Anagrama.
Maté, G. (2003). When the Body Says No: Exploring the Stress-Disease Connection. Vintage Canada.
ONU Mujeres. (2022). Igualdad de género: Datos clave. Naciones Unidas.
Butler, J. (2007). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Paidós. (Obra original publicada en 1990).
Goleman, D. (1995). Emotional Intelligence. Bantam Books.
Lagarde, M. (2005). Los cautiverios de las mujeres: Madresposas, monjas, putas, presas y locas. UNAM.
Maté, G. (2010). In the Realm of Hungry Ghosts: Close Encounters with Addiction. Vintage Canada.
Judith Butler (1990/2007): sobre la construcción social del género y cómo los discursos refuerzan desigualdades.
Marcela Lagarde (2005): sobre la violencia simbólica y estructural contra las mujeres.
