Consentimiento Adolescente, Neurodesarrollo y Trauma:
La verdad que evitamos ver
Por Ana Salcedo
Introducción: El caso de Vanessa Springora como espejo social
Hay libros que no se leen, se sobreviven. Cuando leí El consentimiento de Vanessa Springora, no solo encontré el relato de una adolescencia marcada por el abuso sexual de un adulto. Leí una historia de desbalance, manipulación emocional y silencio colectivo. Leí, en parte, mi propia historia. A los catorce años viví una situación que, durante mucho tiempo, no supe nombrar. Se presentó como compañía y consuelo en un momento de gran dolor personal. Quien se acercó entonces a “cuidarme” era un primo más grande que yo, él tenía 24 años en ese momento. Lo que entonces viví como atención y cercanía, hoy puedo reconocerlo como una relación desigual, donde se cruzaron límites que yo aún no sabía poner. Pasaron años antes de entender que lo que ocurrió no fue una decisión libre, sino el resultado de mi vulnerabilidad emocional en un momento crítico y de su conducta manipuladora y desbordada de límites. No fue culpa mía, lo que viví fue una forma de manipulación afectiva que se disfraza de cuidado y que también es una forma de abuso.
Esto es lo que exponen los relatos como el de Springora, que muchas veces lo que se presenta como afecto o buenas intenciones, es en realidad una estructura desigual en la que una persona adulta se aprovecha de la etapa de desarrollo de un menor. Durante años, incluso décadas, esa dinámica fue ignorada, minimizada o normalizada. Especialmente cuando los adultos involucrados tenían poder cultural o intelectual. El caso de Vanessa Springora desnuda esa trampa desde sus capas más profundas: un escritor consagrado, rodeado de aplausos y protectores, justificó como “amor” lo que era una instrumentalización de una niña envuelta en abandono, negligencia y trauma.
El objetivo de este ensayo es demostrar, con fundamentación psicológica y neurobiológica, por qué las relaciones entre adultos y menores nunca pueden considerarse vínculos auténticos. Hablar de por qué el consentimiento en estos contextos es una ilusión construida desde la desigualdad y por qué debemos reconocer de forma tajante que esto no es una elección romántica ni un acto valiente fuera de la norma. Es simple y llanamente un abuso de poder.
Desde mi experiencia personal y profesional, y la de tantas otras voces como la de Springora, me propongo mostrar que no hay espacio para ambigüedades, lo que ocurre ahí no es una relación, es una fractura. Y quienes son menores no tienen la oportunidad real de decidir.
El consentimiento (2020), de Vanessa Springora, es una obra autobiográfica que revisita la relación que vivió siendo adolescente con un escritor famoso, al que en el libro denomina “G.” Gabriel Matzneff, un escritor francés que durante años escribió en primera persona sobre su atracción por infantes y adolescentes muy por debajo de la mayoría de edad.
El libro comienza describiendo la infancia de Vanessa, la cual estuvo marcada por violencia e inestabilidad familiar: un padre ausente, que además la expuso a situaciones que no comprendía, y una madre sobrecargada emocionalmente. Cuando un adulto prestigioso comenzó a buscar su cercanía, ella interpretó ese gesto como cariño y reconocimiento, sin tener aún recursos internos para cuestionar la desigualdad que lo atravesaba. Desde lo que hoy sabemos en psicología del desarrollo y trauma relacional, podemos ver que su historia se construyó sobre una base muy frágil.
Vanessa tenía 13 años cuando conoció a Matzneff en un evento literario, él tenía 49. A través de un trato afectuoso, elogios, cartas y señales constantes de “elección” hacia ella, él construyó una narrativa de amor “inusual”. Para Vanessa, aquello se volvió un espacio de confirmación afectiva y de pertenencia. Para él, un ejercicio de control emocional y físico. Su conducta estuvo amparada por un ambiente cultural que lo celebraba en círculos intelectuales. Lo que resulta más inquietante del libro es cómo esta relación fue tolerada e incluso sutilmente legitimada por figuras adultas, instituciones literarias y un discurso amplio sobre la “libertad” en Francia. No hubo intervención ni reconocimiento de la evidente desigualdad emocional y de poder.
Springora narra las consecuencias emocionales que sufrió en su vida adulta así como el daño interno, la confusión afectiva, el silencio y la negligencia por parte de su madre quien la culpó a ella de “tomar sus propias decisiones” y de ser “demasiado madura para su edad”. Y cómo escribir este libro fue parte de su proceso de liberación y reconstrucción y una forma de recuperar su propia voz, de mirarse sin culpa, y de exponer lo que durante años fue ignorado por su entorno y por toda una sociedad.
Cuando El consentimiento salió a la luz, provocó una ola de indignación en Francia. La opinión pública reaccionó; surgieron debates y denuncias, y se impulsaron reformas legales sobre la edad mínima para relaciones con adultos. Sin embargo, el avance ha sido parcial.
Aunque desde 2021 la ley francesa establece que cualquier acto sexual entre un adulto y un menor de 15 años se considera automáticamente un delito, aún se permite interpretar como “consensuales” las relaciones entre un adulto y un adolescente mayor de esa edad. Esta postura resulta profundamente problemática desde la perspectiva del desarrollo emocional y la neurobiología. Una persona de 15, 16 o incluso 17 años no tiene todavía las capacidades cognitivas, la experiencia vital ni el juicio crítico para entender (y mucho menos enfrentar) las implicaciones afectivas, psicológicas y de poder presentes en un vínculo con un adulto. Mientras la ley no reconozca esta realidad y siga permitiendo que una relación asimétrica pueda justificarse como “consentida” a partir de los 15 años, el sistema continuará dejando desprotegidos a quienes más lo necesitan. Es un avance que el caso Springora haya provocado este despertar social, sí. Pero es un avance incompleto que todavía exige una corrección más tajante, más acorde con lo que hoy sabemos sobre trauma, influencia y desarrollo humano.
El “consentimiento” como falsa premisa
En términos jurídicos y sociales, el consentimiento se define como la manifestación voluntaria, libre e informada de una persona para aceptar una acción determinada. Sin embargo, desde la perspectiva psicológica, particularmente cuando hablamos de vínculos íntimos o relacionales, el consentimiento no es solo una palabra o un gesto de aceptación. Es un proceso interno que exige que la persona tenga:
Autonomía, para elegir sin presión ni necesidad.
Agencia personal, entendida como la capacidad de ejercer voluntad propia.
Comprensión emocional y cognitiva, para anticipar las consecuencias y ponderar lo que implica esa decisión.
Libertad para decir NO sin miedo, culpa o manipulación.
En otras palabras, para que exista consentimiento válido, se requiere madurez psicológica, recursos personales y un contexto que permita tomar decisiones con claridad y sin coerción.
Atendiendo a lo anteriormente expuesto: ¿Por qué un menor no puede dar consentimiento verdadero en un vínculo con un adulto?
Desde la teoría del trauma complejo y la psicología del desarrollo, sabemos que la adolescencia es un período en que la estructura cerebral y emocional está aún en construcción. Esto no solo implica cambios hormonales, sino también la formación de la identidad, las redes neuronales asociadas a la autorregulación emocional y al juicio moral. Es por eso que un menor (incluso uno que se autopercibe como “maduro”) no puede consentir de manera equivalente frente a un adulto, por tres motivos fundamentales:
a) Asimetría de poder: El adulto cuenta con más experiencia, control de su entorno, lenguaje emocional y herramientas de influencia. Ya sea por edad, estatus, autoridad o incluso carisma, el desequilibrio de poder coloca al menor en una posición psicológicamente vulnerable, aun si este no lo percibe.
b) Vulnerabilidad cognitiva y emocional: La corteza prefrontal, la cual es responsable de funciones ejecutivas como el juicio crítico, la anticipación de consecuencias o la comprensión de riesgos; termina de madurar alrededor de los 25 años. Por tanto, los adolescentes no cuentan aún con un sistema neurológico capaz de igualar el nivel de reflexión de un adulto en decisiones de alta carga emocional o relacional.
c) Necesidad afectiva y dependencia relacional: Especialmente en personas con experiencias de trauma o abandono, como en el caso de Springora, existe una tendencia a buscar experiencias que compensen carencias afectivas previas. En ese sentido, un adulto que se presenta como “protector”, “admirador” o “confidente” puede convertirse fácilmente en una figura de apego sustituto. Desde ahí, cualquier iniciativa relacional se vive más como aceptación o mecanismo de supervivencia emocional que como decisión autónoma.
Una persona puede decir “sí”, pero que ese “sí” no represente una elección libre. La clave está en comprender que el consentimiento no se define únicamente por la voluntad momentánea, sino por las condiciones que la rodean. En una relación desigual, el adulto suele implementar mecanismos de validación emocional, atención selectiva, manipulación sutil o lenguaje afectivo que generan una sensación de elección y conexión en el menor.
Desde fuera, puede parecer que la persona joven “acepta” o “participa” voluntariamente. Pero el sustrato está mediado por necesidad afectiva, protección percibida, idealización o miedo a perder esa atención. Eso no es consentimiento, es respuesta adaptativa.
El grooming o proceso de acercamiento mediante influencia emocional para establecer un vínculo desigual, no ocurre de un día para otro. Es un proceso gradual que incluye:
Identificación de vulnerabilidades (carencias afectivas, baja autoestima, necesidad de pertenencia).
Construcción de confianza mediante cariño, atención y admiración.
Aislamiento emocional, donde el menor empieza a depender afectivamente de esa relación.
Normalización de conductas inadecuadas, facilitando que el vínculo se sostenga bajo una narrativa de “cercanía única”.
Lo importante es entender que el grooming no destruye la voluntad de la víctima, sino que la seduce y la confunde, muchas veces logrando que crea que está eligiendo libremente. El “sí” que aparece, por tanto, no es un consentimiento válido, sino una expresión del vínculo de dependencia psicológica construido desde un lugar de poder desigual. En este contexto, el consentimiento entre un adolescente y un adulto no puede equipararse a un vínculo entre pares. No basta con que exista aparente voluntad o reciprocidad emocional. Lo que vemos, desde el trauma complejo, es una respuesta condicionada, moldeada por necesidades relacionales no resueltas y una estructura de poder que desprotege al menor y amplifica la influencia del adulto.
Esta es la razón por la que hablar de “relaciones” en estos contextos resulta engañoso y lo que parece una elección es, desde la ciencia del trauma, el resultado de una dinámica de explotación emocional y cognitiva que el entorno muchas veces pasa por alto.
El Desarrollo Neurológico: El cerebro adolescente no está preparado.
Para comprender por qué una persona adolescente no puede vincularse afectivamente o de manera íntima con un adulto en términos de igualdad, es imprescindible considerar lo que sabemos hoy sobre el cerebro en desarrollo. La neurociencia demuestra que la maduración cerebral no concluye en la infancia, ni siquiera a los 18 años, sino que continúa hasta bien entrados los veinte.
Una de las áreas más importantes en este proceso es la corteza prefrontal, responsable de funciones ejecutivas como la toma de decisiones, el juicio crítico, la anticipación de consecuencias y el control de impulsos. Según el reconocido neuropsicólogo Laurence Steinberg, este proceso no se completa sino hasta alrededor de los veinticinco años, y durante la adolescencia se encuentra aún en pleno desarrollo. Dicho de otro modo, un adolescente no cuenta todavía con un sistema neurológico que le permita evaluar riesgos de la misma manera que un adulto.
Esto es especialmente relevante para entender la dinámica de una relación entre una persona menor y un adulto. Desde una perspectiva cerebral, la adolescencia es una etapa regida más por el sistema límbico que está vinculado a las emociones, la búsqueda de satisfacción inmediata y la necesidad de pertenencia, que por la racionalidad que aporta la corteza prefrontal. Esta combinación hace que quienes se encuentran en esta etapa sean más susceptibles a la influencia, a la seducción emocional y a las dinámicas de manipulación asimétricas donde la atención se percibe como afecto genuino.
Otro aspecto fundamental es que durante la adolescencia se está formando el juicio moral y la capacidad de integrar la experiencia afectiva con la ética personal. Las conexiones neuronales que permiten tomar decisiones en función de valores internos todavía no se han consolidado. Como señala Bessel van der Kolk, especialista en trauma, cuando ese desarrollo ocurre en un entorno inseguro o bajo condiciones de estrés emocional, como pueden ser el abandono, la violencia familiar o duelos no elaborados, la construcción del yo queda especialmente vulnerable a la intervención de figuras externas que ofrecen cuidado, reconocimiento o validación.
Si esto sucede en ausencia de referentes seguros, como en el caso de Vanessa Springora o el de muchas personas que hemos vivido experiencias similares, la estructura psicoemocional se vuelve más porosa. Las diferencias de edad y poder no se detectan como signos de peligro, sino como una oportunidad de suplir carencias afectivas profundas. El adolescente que aún no cuenta con los recursos internos para poner límites, o que ha aprendido a buscar aprobación externa como forma de sobrevivir emocionalmente, puede vivir lo que ocurre como un vínculo de elección propia. Pero desde la neurobiología y la psicología del desarrollo, no lo es.
En este sentido, hablar de igualdad entre un adolescente y un adulto resulta imposible. El adulto no solo tiene más años de vida, sino también mayor experiencia emocional, capacidad cognitiva plenamente desarrollada y el control del contexto. Quien está en pleno desarrollo no puede ejercer una voluntad en la misma medida. No se trata de moral, sino de neurociencia. No hay simetría posible cuando uno de los involucrados se encuentra aún en un estado cerebral que lo hace vulnerable por diseño.
Por eso, desde las ciencias del desarrollo, la idea de que un adolescente puede consentir una relación con un adulto en igualdad de condiciones carece de sustento. Lo que puede parecer una elección es, en realidad, un desequilibrio estructural que el propio cerebro en formación no puede detectar.
Cómo funciona el Grooming: Mecanismos Psicológicos
El grooming no es un acto puntual, sino una estrategia relacional progresiva mediante la cual un adulto establece un vínculo de confianza con un menor con el fin de cruzar límites emocionales o físicos sin que la persona joven lo perciba como una transgresión. Desde la psicología del trauma complejo, analizar estas dinámicas es crucial para comprender por qué tantas personas que vivieron situaciones de abuso no pueden nombrarlas como tal durante años, o incluso décadas.
La literatura científica describe con claridad este proceso. Como señalan Schoeps, Peris Hernández, Garaigordobil y Montoya-Castilla (2020), el grooming consiste en “una relación basada en la confianza entre un menor y un adulto que explota sistemáticamente esa conexión para fines sexuales”. Aunque este estudio se centra en contextos digitales, la definición es amplia y se aplica también a interacciones presenciales, como la que vivió Vanessa Springora. El mecanismo es siempre el mismo: la conexión afectiva es el vehículo que normaliza la invasión de límites y diluye la percepción de peligro.
Este proceso suele desarrollarse en fases. Primero está la selección, en la que el adulto elige a alguien emocionalmente permeable. Alguien que, como Springora, ha vivido abandono, trauma temprano o carencias afectivas. Después inicia una forma de aislamiento emocional, en la que el adulto se presenta como quien “realmente” comprende y cuida al menor, mientras erosiona indirectamente la confianza hacia otros adultos protectores. Ese aislamiento no es necesariamente explícito, pero sí efectivo.
Luego aparece la etapa de dependencia afectiva, donde la atención es utilizada como medio de control y se ofrece afecto o reconocimiento de forma intermitente, reforzando el vínculo y dificultando la retirada. Este patrón es especialmente potente en la adolescencia, cuando la búsqueda de vínculo y pertenencia está en su punto más alto. Aquí es donde la neurobiología adolescente juega un papel clave ya que el sistema límbico está hiperactivado, mientras la corteza prefrontal, encargada del juicio y la toma de decisiones, aún se está desarrollando.
La siguiente etapa es la manipulación. El adulto introduce comportamientos inadecuados gradualmente como gestos, conversaciones íntimas y señales afectivas intensas que la persona joven recibe como normales dentro del marco del supuesto vínculo. No hay coerción evidente, sino un condicionamiento afectivo. Desde fuera puede parecer consentimiento. Pero desde el trauma complejo, reconocemos que es la culminación de un proceso de vulnerabilización progresiva.
Finalmente, está el silenciamiento. No suele lograrse mediante amenazas explícitas, sino cultivando sentimientos de culpa o responsabilidad en la víctima. El mensaje tácito es: “Tú lo elegiste, tú lo permitiste”. Esta narrativa se vuelve aún más poderosa cuando el contexto social, como en el caso de Springora, valida al agresor y deja a la víctima sin lenguaje ni respaldo emocional para nombrar lo vivido.
Los efectos del grooming son a la vez inmediatos y de largo plazo. Puede haber confusión afectiva, disociación, dificultades para poner límites, y una profunda sensación de responsabilidad por lo ocurrido. A largo plazo, se observan secuelas como el trauma relacional, alteraciones en la autoestima, dificultades para confiar en relaciones futuras, y patrones de vinculación que tienden a repetir la lógica de desigualdades y abandono.
Así, la verdadera tragedia del grooming es que roba la posibilidad de comprender lo vivido como abuso y construye un relato interno donde la víctima se percibe cómplice de una relación “especial”, cuando en realidad fue manipulada emocionalmente por alguien que tenía más poder, más edad y más claridad sobre lo que estaba ocurriendo.
Análisis Legal y Ético
Las leyes que regulan la edad mínima de consentimiento sexual pretenden establecer una línea clara entre lo que es aceptable y lo que constituye abuso. Sin embargo, cuando se analizan a la luz de lo que hoy sabemos sobre desarrollo neurológico, trauma y relaciones de poder, es evidente que muchos sistemas legales en el mundo todavía fallan en cumplir su propósito central que es proteger a los menores.
En Francia, la edad mínima de consentimiento se estableció en 15 años, lo que significa que las relaciones entre un adulto y una persona de 15 a 17 años pueden permitirse legalmente sin que la ley considere de entrada que haya abuso, siempre que no se pruebe violencia o manipulación. En México, la normativa federal aborda el problema desde otro ángulo, el Código Penal Federal tipifica en su Artículo 261 el delito de abuso sexual cuando la víctima es “menor de quince años o persona que no tenga la capacidad de comprender el significado del hecho”, aun con su consentimiento. Además, el Artículo 262 considera el delito de estupro castigando la cópula con una persona de entre 15 y 18 años que consienta mediante engaño, con una pena de tres meses a cuatro años de prisión. Esto quiere decir que, aunque la ley mexicana sí reconoce una mayor protección para menores menores de 15 años, no garantiza una protección real contra relaciones desiguales entre adultos y adolescentes mayores de quince que consienten, ni impone automáticamente que esas relaciones sean consideradas abuso cuando hay una gran diferencia de edad, dependencia o manipulación. En ambos contextos (el francés y el mexicano) la ley falla en incorporar de forma integral lo que sabemos desde el desarrollo neurológico y la psicología del trauma: que un adolescente no tiene la misma capacidad de decisión que un adulto, que la diferencia de edad y la asimetría de poder deben considerarse factores de riesgo, y que el sistema legal puede revictimizar al tratar al menor como partícipe o incluso responsable del vínculo. En otras palabras, tanto Francia como México mantienen marcos legales que no logran ajustarse a la realidad del desarrollo humano y la vulnerabilidad de los menores.
Así, el problema no es únicamente la edad cronológica. El problema real es que la ley se basa en una visión adultocéntrica del consentimiento la cual asume que basta con que una persona diga “sí” para que ese consentimiento sea válido. Pero desde la psicología, sabemos que ese “sí” puede estar moldeado por el miedo a perder el afecto, por la necesidad de aprobación, por la búsqueda desesperada de una figura que compense carencias afectivas previas. Todo esto es especialmente cierto en casos como el de Springora, donde el abuso ocurrió tras años de abandono emocional y violencia doméstica.
Es por ello que las legislaciones de muchos países deberían avanzar hacia un modelo más integrado y protector, que incorpore al menos tres consideraciones clave:
La diferencia de edad y de estatus como factor de vulnerabilidad: No puede considerarse igual una relación entre dos adolescentes que una relación entre una persona de 16 y otra de 35, ni mucho menos entre un menor y alguien que tiene autoridad simbólica, profesional o emocional sobre él. La brecha de poder debe ser considerada como presunción de influencia indebida y, por lo tanto, de abuso.
El consentimiento no puede entenderse sin contemplar la influencia psicológica: El verdadero consentimiento exige autonomía emocional, regulación afectiva, contexto seguro y herramientas cognitivas para evaluar riesgos. Un menor con una historia de trauma, como en el caso de Springora, no cuenta con estas condiciones, incluso si verbalmente puede aparentar decisión.
El propio sistema legal puede retraumatizar: Muchas víctimas que deciden denunciar lo vivido se enfrentan a procesos revictimizantes donde se exponen a cuestionamientos sobre sus decisiones, presiones para justificar por qué "no dijeron nada antes", o incluso el señalamiento directo de que "participaron" en el vínculo. Esto ocurre porque el sistema judicial (al igual que la sociedad) sigue pensando en términos de “participación” y no de asimetría de poder. Cuando la responsabilidad se deposita en la persona menor (“¿por qué no dijiste no?”, “¿por qué no hablaste antes?”), se perpetúa el daño emocional y se profundiza el trauma.
Por eso, las leyes no solo deben proteger el cuerpo, sino también el contexto psicológico en el que ese cuerpo vive. Deben dejar de ver estas situaciones como transacciones entre dos personas y empezar a reconocerlas como lo que son: relaciones donde la libertad, la igualdad y la capacidad de decisión están quebradas desde el inicio.
Quizá la mayor falla de los sistemas judiciales actuales es su incapacidad para integrar lo que la ciencia del trauma ya dejó claro: que muchas personas jóvenes no pueden ni nombrar ni comprender lo que les ocurrió sino hasta mucho después. Que su silencio no es consentimiento. Que su confusión no es complicidad. Que su aparente participación no es una elección libre, sino una respuesta adaptativa a la manipulación y a la necesidad afectiva.
Hasta que las leyes no asuman plenamente esta complejidad humana y dejen de exigir a las víctimas demostrar una resistencia que nunca tuvieron la posibilidad de ejercer, seguiremos llamando “consentimiento” a lo que, en realidad, sigue siendo una forma de abuso normalizado.
El impacto en la vida adulta de la víctima
Las experiencias de abuso relacional durante la infancia o la adolescencia no desaparecen con el paso del tiempo. Al contrario, tienden a evolucionar silenciosamente, a filtrarse en la identidad, en las relaciones afectivas, en la sexualidad y en la forma en que la persona se relaciona consigo misma. Una relación desigual con un adulto, especialmente cuando está envuelta en una falsa narrativa de “cuidado” o “amor”, deja secuelas que muchas veces no se reconocen hasta años después, cuando la vida adulta, el acompañamiento terapéutico, un caso mediático o algo tan sencillo como leer un libro (como el de Vanessa Springora) permite poner nombre a lo vivido.
Uno de los efectos más comunes es la culpa difusa. La persona que fue víctima de grooming o abuso relacional a menudo llega a pensar que lo permitió, que participó o que “no luchó lo suficiente”, porque no puede encontrar dentro de sí la imagen prototípica de una víctima (alguien indefensa, forzada físicamente o violentada). Como el abuso se dio bajo una apariencia de elección y cuidado, el cerebro en un intento de ordenar el pasado, genera explicaciones que culpan a la propia persona. Esa culpa, tantas veces injusta, convive con la confusión y la ambivalencia. Parte de sí sigue creyendo que “hubo algo especial”, que “no fue tan grave”, o que algo de afecto sí había.
Esta lógica de autoejecución también impacta la autoestima y la identidad. Desde muy temprano, la víctima construyó su sentido de valor sobre la base de ser deseada, escogida y atendida por alguien mayor. Ese patrón puede traducirse en la vida adulta en relaciones donde el amor se vincula con el sacrificio y la validación ajena a toda costa o la sumisión afectiva. En algunos casos, la persona repite sin querer los mismos esquemas con otras parejas: se siente atraída por vínculos intensos pero desiguales, se desregula ante la distancia emocional o cree que debe “salvar” o agradar al otro para merecer atención.
Este tipo de vínculos tempranos también afecta la construcción de los estilos de apego. Muchas personas que vivieron grooming presentan lo que la teoría del apego describe como un estilo desorganizado o ambivalente. Sienten un anhelo profundo de conexión, pero miedo intenso a la intimidad; confunden amor con tensión emocional; se vuelven hipervigilantes ante los cambios afectivos del otro o buscan de forma compulsiva agradar. Es común que se sientan desconectadas de sus propias necesidades, que minimicen límites, o que tengan dificultad para identificar señales de peligro en otros.
Desde el marco del trauma complejo, estas secuelas no suelen aparecer como recuerdos intrusivos del pasado, sino como síntomas emocionales persistentes como vergüenza, disociación, ansiedad, desconexión del cuerpo, patrones autodestructivos o dificultad para regular emociones. El modelo de trauma complejo, formulado en parte por Judith Herman y profundizado por autores como Bessel van der Kolk, señala que este tipo de vivencias altera la manera en que la persona regula su sistema nervioso y se relaciona consigo misma. Muchos síntomas se sostienen por años porque derivan no sólo de la vivencia como tal, sino de la estructura relacional en el que este tuvo lugar.
Un aspecto particularmente importante de este tipo de experiencias es que muchas víctimas no se reconocen como tales durante años. El silencio no siempre nace del miedo al agresor. Nace también de la confusión, del autoconvencimiento, de la falta de lenguaje interno para explicar lo ocurrido. La persona puede tardar décadas en dejar de preguntarse si fue abuso o lo aceptó. Este retraso en identificar el daño no es una falla de la víctima, es una consecuencia directa de la manipulación emocional, la desigualdad de poder y la falta de acompañamiento.
Cuando el sistema legal o el entorno social no contemplan esta complejidad y demandan narrativas clásicas de violencia o resistencia explícita, lo que hacen es revictimizar e ignorar la naturaleza interna del trauma relacional, la cual es una herida que no solo lastima, sino que también distorsiona la percepción del propio daño.
Así, el impacto en la vida adulta tras una relación desigual con un adulto en la adolescencia no es solamente una cicatriz del pasado. Es un patrón vivo que afecta decisiones, vínculos y creencias sobre el propio valor y límites personales. Es una carga que se puede sanar, sí, pero solo cuando se comprende a profundidad (desde la psicología, la empatía y el marco del trauma complejo) que eso no fue un acto de amor ni de consentimiento. Fue una forma de invasión emocional encubierta.
Responsabilidad Social y Cultural
Cada vez que un menor es persuadido, seducido o manipulado por un adulto en posición de poder, el abuso no ocurre en el vacío; ocurre en un terreno social preparado para permitirlo. Ocurre en escuelas donde no se habla de consentimiento, en familias que nombran “precoz” lo que es vulnerabilidad, en sistemas legales que dudan de la víctima. Ocurre porque alguien miró hacia otro lado. La verdad es incómoda pero necesaria. Como sociedad, hemos sido cómplices. No siempre con acciones explícitas, pero sí con silencios, con normalizaciones, con omisiones. Hemos romantizado relaciones entre adultos y adolescentes en películas, en novelas, en canciones. Hemos llamado rebeldía a lo que, en la vida real, es explotación emocional sin detenernos a pensar desde dónde y hacia dónde se ejerce ese poder.
Cuando una adolescente como Vanessa Springora es enjuiciada o criticada por “conquistar” la atención de un escritor famoso, el mensaje no es solo que ella lo eligió o lo buscó. El mensaje más profundo es que el cuerpo y la mente de una menor están disponibles para la satisfacción emocional o narcisista de un adulto. Que si ese adulto tiene carisma, prestigio o influencia (o si tiene poder en la familia) entonces todo lo demás queda relativizado. Y si esto se tolera, no es una excepción: es cultura.
Responsabilidad social no es sólo cambiar leyes. Es enseñarnos a mirar con otros ojos. Es educar a familias, escuelas, instituciones y comunidades para que comprendan que la protección de un menor no se limita a evitar la violencia explícita. Tiene que ver con acompañarles en su desarrollo emocional, con escucharles con atención aún cuando parezcan “muy maduros o rebeldes”, con enseñarles a diferenciar el afecto real de la manipulación emocional que se disfraza de cariño.
La responsabilidad cultural también implica desmontar la narrativa de la adolescente precoz que seduce al adulto cuando, desde la neurociencia, sabemos que eso es solo apariencia y que detrás hay un cerebro en construcción y una necesidad de reconocimiento muchas veces moldeada por heridas previas.
Y sí, también es responsabilidad de quienes trabajamos en salud mental, educación, medios y política dejar de minimizar estos vínculos. Dejar de romantizarlos. Dejar de quedarnos en la comodidad de no hablar de ello. El trauma relacional no distingue contextos, puede asentarse en una familia de clase media, en un círculo artístico, en una comunidad religiosa o en una escuela privada. El abuso se vuelve posible cuando hay una sociedad que no quiere ver.
Por eso, este texto también es un llamado a madres, padres, docentes, terapeutas, líderes comunitarios, periodistas, legisladoras y legisladores. Proteger a los menores es responsabilidad de todas y todos nosotros. No basta con decir “eso está mal”. Es necesario actuar, educarnos en trauma y desarrollo infantil, enseñar sobre consentimiento desde edades tempranas, revisar nuestras creencias sobre el vínculo entre adultos y jóvenes, y construir espacios donde una persona menor pueda decir lo que le incomoda sin miedo ni culpa.
Si no somos activamente protectores, somos pasivamente permisivos. No hay punto medio. Porque cuando un adulto vulnera a un menor, no solo se abusa del cuerpo y la voluntad de ese niño o niña. Se posterga su posibilidad de confiar, de sentirse segura, de habitar su adultez sin la sombra de preguntas que jamás debió hacerse. Cada abuso que se silencia, cada duda que se siembra, cada responsabilidad que se desplaza de quien era mayor de edad a quien tenía 14, 13 o 16, es una herida social que nos atraviesa a todos.
Y ya no podemos permitirnos seguir heridos sin hacer nada por cambiarlo.
Bibliografía:
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